En el fútbol español, las decisiones arbitrales suelen generar debate, pero esta vez la polémica no viene de un penalti dudoso ni de un gol anulado, sino de una medida que afecta directamente a la identidad de quienes imparten justicia en el terreno de juego. La nueva manera de anunciar a los árbitros elimina el segundo apellido —el materno—, quedándose solo con el primero, el paterno.
Hasta ahora, al presentar a los colegiados, se mencionaban ambos apellidos, como ocurre oficialmente en cualquier documento en España. Era una fórmula que, además de ser correcta desde el punto de vista legal, reconocía por igual la herencia familiar del padre y de la madre. Sin embargo, con este cambio, el apellido materno desaparece del foco mediático y, con él, parte de la identidad del árbitro.
La decisión no es inocua. El segundo apellido en España no es un adorno, es parte de nuestra cultura y refleja la igualdad entre progenitores. Al eliminarlo, se manda un mensaje simbólico: que el apellido de la madre es prescindible, que su huella puede borrarse sin consecuencias. En un momento en el que el deporte presume de apostar por la igualdad, resulta paradójico que se retroceda en algo tan básico como visibilizar por igual a ambos linajes.
Algunos argumentan que es por simplificar o por imitar modelos anglosajones, donde solo se usa un apellido. Pero el fútbol español no necesita renunciar a su identidad para parecerse a otros. El apellido de la madre no estorba, no entorpece y no molesta al oído del aficionado; al contrario, forma parte del respeto a la persona y a la familia.
El fútbol, que tantas veces se erige como reflejo de la sociedad, debería ser ejemplo de equidad. Si queremos estadios inclusivos y valores de igualdad, empecemos por algo tan sencillo como nombrar a las personas tal y como son. Porque en el campo, como en la vida, no debería jugar solo el apellido del padre: la madre también merece estar en la alineación.